No le gustaba mirar a los ojos de sus interlocutores porque su timidez le hacía sentirse incómodo. Suplía esa carencia -jamás a nadie confesa- dirigiendo su mirada entre la nariz y el labio superior de su oyente. Pensó que nunca nadie se había dado cuenta.
Pensando en aquella mirada gastó más tiempo de lo que hubiera cabido esperar. Una vez más acabó por rediseñar la forma en cómo movía los párpados y la manera de acompasar en la musicalidad insonora del acto del mirar. Y las palabras. Y de ese modo hallar el efecto hipnótico que nunca nadie le había dicho que existiera. Precisamente por esa misma razón.
Se despertó con el relevo generacional de los rayos de sol del día siguiente. Notó la imperiosa necesidad de abrir las ventanas para ventilar su dormitorio.
Más que hambre, carecía de apetito por ninguno de los productos ordenados calóricamente en su nevera. Optó por el masculino ritual de los que no tienen madre, sirvienta o esposa sumisa y salió a desayunar fuera. Huía así, sin saberlo, del tedio del ocio que, cual canto de sirena, tanto se añora en la distancia y se detesta en la cercanía contínua. Se dio cuenta entonces que, a menudo, su forma de ser prefería continuar un plan monótono a enfrentarse a los imprevistos tan loados en aquellos tiempos. No sabía si por mera vagancia o para priorizar sus neuronas en cosas más importantes. Al margen de lo absurdo e inocuo de su reflexión, le gustó esa sensación de estar convenciéndose a si mismo. Más tarde volvería a planteárselo con un escepticismo titánico, como todo intelectual. Pero eso sería luego. Pensó, pues, en celebrarlo con un tópico pincho de tortilla y así lo hizo. Y lo peor es que no se daba cuenta de su propia falta de coherencia. Era irrelevante. A fin de cuentas, había salido precisamente a eso, a evadirse de si mismo dedicándose, precisamente, a nadie más que él. Estaba solo y el pincho delicioso.
Pensando en aquella mirada gastó más tiempo de lo que hubiera cabido esperar. Una vez más acabó por rediseñar la forma en cómo movía los párpados y la manera de acompasar en la musicalidad insonora del acto del mirar. Y las palabras. Y de ese modo hallar el efecto hipnótico que nunca nadie le había dicho que existiera. Precisamente por esa misma razón.
Se despertó con el relevo generacional de los rayos de sol del día siguiente. Notó la imperiosa necesidad de abrir las ventanas para ventilar su dormitorio.
Más que hambre, carecía de apetito por ninguno de los productos ordenados calóricamente en su nevera. Optó por el masculino ritual de los que no tienen madre, sirvienta o esposa sumisa y salió a desayunar fuera. Huía así, sin saberlo, del tedio del ocio que, cual canto de sirena, tanto se añora en la distancia y se detesta en la cercanía contínua. Se dio cuenta entonces que, a menudo, su forma de ser prefería continuar un plan monótono a enfrentarse a los imprevistos tan loados en aquellos tiempos. No sabía si por mera vagancia o para priorizar sus neuronas en cosas más importantes. Al margen de lo absurdo e inocuo de su reflexión, le gustó esa sensación de estar convenciéndose a si mismo. Más tarde volvería a planteárselo con un escepticismo titánico, como todo intelectual. Pero eso sería luego. Pensó, pues, en celebrarlo con un tópico pincho de tortilla y así lo hizo. Y lo peor es que no se daba cuenta de su propia falta de coherencia. Era irrelevante. A fin de cuentas, había salido precisamente a eso, a evadirse de si mismo dedicándose, precisamente, a nadie más que él. Estaba solo y el pincho delicioso.
podría ser un fragmento de cualquier novela psicológica ya publicada si quitáramos el pintxo de tortilla que tan poco glamour da :)
me ha gustado.
más!?