Hasta el siglo XIX, la interpretación de piezas musicales se efectuaba en teatros, salas de ópera y locales similares, sólo accesibles para las clases más pudientes, cuyos integrantes fueron hasta entonces y salvo muy contadas excepciones los únicos beneficiarios de esta forma de expresión artística. La invención del fonógrafo por Edison en 1878 y la popularización de la radio en el mundo occidental a principios del siglo XX gracias a las investigaciones de Marconi y Tesla, abrieron el camino para la democratización de la cultura en su vertiente musical, de modo que las masas iletradas, hasta entonces en las márgenes de ese mercado, pasaron a ser parte activa de él en forma de millones de radioescuchas a los que no les hacía falta saber leer un libro para consumir los productos que se anunciaban en los descansos entre una pieza musical y otra. Las grandes cadenas de radio comprendieron enseguida que podían atraer más público, y por consiguiente más anunciantes y más dinero, cuanto más simple fuera la estructura de las piezas que se emitiesen. Este descubrimiento abrió camino en Estados Unidos a la música country, al folk, al blues, y, a partir de 1953, al rock and roll. A excepción de este último, los demás estilos existían desde hacía mucho tiempo de forma independiente de los medios de comunicación de masas, pero fue con éstos con los que adquirieron notoria publicidad.
Tradicionalmente las actuaciones de los artistas se ejecutaban en locales preparados para ello, mientras un técnico cualquiera intercalaba canciones en discos de vinilo o de pizarra con el fin de amenizar la espera necesaria entre una actuación y otra. En algún momento alguien se percató de que el público parecía disfrutar por igual las piezas tocadas por los músicos que las que surgían de los microsurcos de música enlatada, sobre todo, y esto es lo más importante, si ese mismo público había sido suficientemente estimulado con sustancias euforizantes como el alcohol. Este fenómeno determinará un cambio importante de la estrategia en las salas de entretenimiento, pues impulsados por las leyes del mercado, que buscan siempre el máximo beneficio para los empresarios, éstos comenzaron a demandar personas que pusieran discos en lugar de formaciones de músicos, que resultaban mucho más caros de mantener y a los que, salvo casos de necesidad muy extrema de estos últimos, no se les podía exigir que tocaran durante ocho horas seguidas. De manera que el público asistió complacido a la sustitución de personas de carne y hueso por discos de vinilo embutidos en maletas que el “pinchadiscos” ( pues así se les llamó) escogía según las exigencias de los asistentes.
Pero aún quedaban más pasos que dar en el camino hacia el total envilecimiento de la creación musical.
Como se ha explicado someramente más arriba, el advenimiento de la tecnología y el acercamiento de la música a las masas trajeron como consecuencia directa una simplificación de la oferta destinada al público. Como es natural, no cabía esperarse que el populacho iletrado se sometiera a un proceso de aprendizaje que los instruyera en la percepción de los grandes compositores de la historia. Bach, Mozart, Beethoven y un sin fin de artistas quedaron de un plumazo relegados del conocimiento de la masa, que sólo podía acceder a la música pop. Pero con el advenimiento y desarrollo de la tecnología informática, alguien comprendió que podía darse un paso más en la alienación de los consumidores. Al fin y al cabo, para bailar melodías pop hacía falta conocerlas con antelación, haberlas oído en la radio, y en los casos de aficionados con pujos intelectuales, memorizar nombres, títulos de discos y hasta fechas de edición. Es decir, en el terreno del pop, aún se mantenía, siquiera de una manera artificial, la ficción de que sus consumidores lo eran de cultura y no de un mero subproducto sólo apto para prelactantes.
La Anticultura Electrónica.
Estos molestos requisitos quedaron eliminados de un plumazo en los años ochenta con la aparición de la moda “house”, movimiento musical que cabría adjetivar de “minimalista” si no fuera porque con anterioridad se han dado otras expresiones artísticas (de una respetabilidad a salvo de toda sospecha) adscritas a dicho término que quedan muy lejos de la absoluta vacuidad de la propuesta y la estética house. El house (pronúnciese jaus) consistía básicamente en ritmos reproducidos durante tiempo indefinido, por completo carentes de melodía, estribillo o de cualquier otro elemento que pudiera despertar un mínimo de estimulación en las zonas más profundas del intelecto del potencial oyente. Esta concepción de la música, que cuestiona siglos de creación artística basada en la hipersensibilidad del creador y del receptor hacia el mundo que los rodea, tuvo de inmediato una masiva acogida por las multitudes hambrientas de entretenimiento barato y de nulo contenido. En efecto, el house iría derivando en años sucesivos en movimientos más o menos afines y de nombres anglófonos: un confuso léxico de monosílabos intraducibles que nos abstenemos de reproducir aquí para evitar cansar al paciente lector. Sus estrellas ya no son los músicos, sino los pinchadiscos, ahora llamados dejotas, dilléis, en inglés, porque si algo ha caracterizado a los artífices del auge de lo electrónico es su búsqueda de elementos de un exotismo barato de película de Hollywood, su querencia por vocablos que casi nadie sabe a ciencia cierta lo que significan, en una carrera sin final por intentar disfrazar la palmaria vacuidad de su propuesta.
El negocio es redondo. Con campañas publicitarias hábilmente diseñadas, se convierte en cotizadas estrellas a dilléis de nula preparación musical, cuyo único mérito, si alguno hay, es saber poner discos en potentes equipos que llenan de música percusiva los enormes recintos de discotecas creadas ad hoc o reformadas al efecto. Sospechará el avisado lector que llegados a este extremo, la música es lo que menos importa. Y no se equivocará. Las distintas corrientes de la música electrónica para consumo de masas se confunden en una amalgama de ritmos tribales repetidos hasta la saciedad con una única misión: desvincular al individuo de una realidad que no está preparado para soportar. Así, millones de jóvenes en occidente, ayudados por la MDMA adulterada y otras drogas de diseño, se embarcan en maratonianas sesiones de tres y cuatro días de consumo de sustancias tóxicas para desconectar de una frustrante, amarga realidad de paro, desarraigo y trabajos duros y mal pagados. Ante estas perspectivas, pasar tres días en un “colocón” de MDMA adulterado con sustancias venenosas se convierte no solo en una escapada, sino en la única opción viable para una masa de población a quien se le ha escatimado el acceso a la cultura, a la literatura, al arte y, finalmente, a la propia música.
De esta forma, caminamos hacia una sociedad en la que la democratización de la cultura ha traído como consecuencia directa la devaluación de ésta en un primer estadio, y la destrucción final en un plazo que me atrevo a fijar en no más de treinta años. No es descabellado suponer que hacia el año 2040, cuando los niños que nazcan hoy tengan la edad que contaba Edison en el momento en que inventó el fonógrafo, las salas de baile consistirán en locales donde la música quedará reducida a un atronante zumbido de fondo, una especie de banda sonora para la esquizofrenia inducida por unas sustancias que, para esa época, circularán a precios bajísimos para todo aquel que las quiera consumir: un mercado enorme de jóvenes dispuestos a sumergirse en la demencia de la MDMA apócrifa y otros compuestos aún más peligrosos. Ya hay experimentos en ese sentido y, hasta hoy, se demuestra de forma palmaria que el público acude en masa a las fiestas de música electrónica, las rave party: hedonistas liturgias en las que se hacen cómplices dos analfabetismos, el del dilléi artista y el de su público, poco exigente, aturdido por la ingestión de tóxicos en busca de un placer instantáneo, sin engorrosos prolegómenos como pudieran ser la escucha previa de canciones o la adquisición de unos (mínimos) conocimientos musicales. Los principales beneficiarios son los dilléis, en su mayoría jóvenes de formación cultural tercermundista que asisten sorprendidos al hecho de que se les pague abultadas sumas por una labor que en muchos casos, y enmascarada por hábiles maniobras que escoran entre lo malabarístico y lo esperpéntico, consiste únicamente en el simple trámite de apretar un botón. El que pone en marcha el reproductor de cedés.
Texto escrito por Emilio Morote Esquivel.
Tradicionalmente las actuaciones de los artistas se ejecutaban en locales preparados para ello, mientras un técnico cualquiera intercalaba canciones en discos de vinilo o de pizarra con el fin de amenizar la espera necesaria entre una actuación y otra. En algún momento alguien se percató de que el público parecía disfrutar por igual las piezas tocadas por los músicos que las que surgían de los microsurcos de música enlatada, sobre todo, y esto es lo más importante, si ese mismo público había sido suficientemente estimulado con sustancias euforizantes como el alcohol. Este fenómeno determinará un cambio importante de la estrategia en las salas de entretenimiento, pues impulsados por las leyes del mercado, que buscan siempre el máximo beneficio para los empresarios, éstos comenzaron a demandar personas que pusieran discos en lugar de formaciones de músicos, que resultaban mucho más caros de mantener y a los que, salvo casos de necesidad muy extrema de estos últimos, no se les podía exigir que tocaran durante ocho horas seguidas. De manera que el público asistió complacido a la sustitución de personas de carne y hueso por discos de vinilo embutidos en maletas que el “pinchadiscos” ( pues así se les llamó) escogía según las exigencias de los asistentes.
Pero aún quedaban más pasos que dar en el camino hacia el total envilecimiento de la creación musical.
Como se ha explicado someramente más arriba, el advenimiento de la tecnología y el acercamiento de la música a las masas trajeron como consecuencia directa una simplificación de la oferta destinada al público. Como es natural, no cabía esperarse que el populacho iletrado se sometiera a un proceso de aprendizaje que los instruyera en la percepción de los grandes compositores de la historia. Bach, Mozart, Beethoven y un sin fin de artistas quedaron de un plumazo relegados del conocimiento de la masa, que sólo podía acceder a la música pop. Pero con el advenimiento y desarrollo de la tecnología informática, alguien comprendió que podía darse un paso más en la alienación de los consumidores. Al fin y al cabo, para bailar melodías pop hacía falta conocerlas con antelación, haberlas oído en la radio, y en los casos de aficionados con pujos intelectuales, memorizar nombres, títulos de discos y hasta fechas de edición. Es decir, en el terreno del pop, aún se mantenía, siquiera de una manera artificial, la ficción de que sus consumidores lo eran de cultura y no de un mero subproducto sólo apto para prelactantes.
La Anticultura Electrónica.
Estos molestos requisitos quedaron eliminados de un plumazo en los años ochenta con la aparición de la moda “house”, movimiento musical que cabría adjetivar de “minimalista” si no fuera porque con anterioridad se han dado otras expresiones artísticas (de una respetabilidad a salvo de toda sospecha) adscritas a dicho término que quedan muy lejos de la absoluta vacuidad de la propuesta y la estética house. El house (pronúnciese jaus) consistía básicamente en ritmos reproducidos durante tiempo indefinido, por completo carentes de melodía, estribillo o de cualquier otro elemento que pudiera despertar un mínimo de estimulación en las zonas más profundas del intelecto del potencial oyente. Esta concepción de la música, que cuestiona siglos de creación artística basada en la hipersensibilidad del creador y del receptor hacia el mundo que los rodea, tuvo de inmediato una masiva acogida por las multitudes hambrientas de entretenimiento barato y de nulo contenido. En efecto, el house iría derivando en años sucesivos en movimientos más o menos afines y de nombres anglófonos: un confuso léxico de monosílabos intraducibles que nos abstenemos de reproducir aquí para evitar cansar al paciente lector. Sus estrellas ya no son los músicos, sino los pinchadiscos, ahora llamados dejotas, dilléis, en inglés, porque si algo ha caracterizado a los artífices del auge de lo electrónico es su búsqueda de elementos de un exotismo barato de película de Hollywood, su querencia por vocablos que casi nadie sabe a ciencia cierta lo que significan, en una carrera sin final por intentar disfrazar la palmaria vacuidad de su propuesta.
El negocio es redondo. Con campañas publicitarias hábilmente diseñadas, se convierte en cotizadas estrellas a dilléis de nula preparación musical, cuyo único mérito, si alguno hay, es saber poner discos en potentes equipos que llenan de música percusiva los enormes recintos de discotecas creadas ad hoc o reformadas al efecto. Sospechará el avisado lector que llegados a este extremo, la música es lo que menos importa. Y no se equivocará. Las distintas corrientes de la música electrónica para consumo de masas se confunden en una amalgama de ritmos tribales repetidos hasta la saciedad con una única misión: desvincular al individuo de una realidad que no está preparado para soportar. Así, millones de jóvenes en occidente, ayudados por la MDMA adulterada y otras drogas de diseño, se embarcan en maratonianas sesiones de tres y cuatro días de consumo de sustancias tóxicas para desconectar de una frustrante, amarga realidad de paro, desarraigo y trabajos duros y mal pagados. Ante estas perspectivas, pasar tres días en un “colocón” de MDMA adulterado con sustancias venenosas se convierte no solo en una escapada, sino en la única opción viable para una masa de población a quien se le ha escatimado el acceso a la cultura, a la literatura, al arte y, finalmente, a la propia música.
De esta forma, caminamos hacia una sociedad en la que la democratización de la cultura ha traído como consecuencia directa la devaluación de ésta en un primer estadio, y la destrucción final en un plazo que me atrevo a fijar en no más de treinta años. No es descabellado suponer que hacia el año 2040, cuando los niños que nazcan hoy tengan la edad que contaba Edison en el momento en que inventó el fonógrafo, las salas de baile consistirán en locales donde la música quedará reducida a un atronante zumbido de fondo, una especie de banda sonora para la esquizofrenia inducida por unas sustancias que, para esa época, circularán a precios bajísimos para todo aquel que las quiera consumir: un mercado enorme de jóvenes dispuestos a sumergirse en la demencia de la MDMA apócrifa y otros compuestos aún más peligrosos. Ya hay experimentos en ese sentido y, hasta hoy, se demuestra de forma palmaria que el público acude en masa a las fiestas de música electrónica, las rave party: hedonistas liturgias en las que se hacen cómplices dos analfabetismos, el del dilléi artista y el de su público, poco exigente, aturdido por la ingestión de tóxicos en busca de un placer instantáneo, sin engorrosos prolegómenos como pudieran ser la escucha previa de canciones o la adquisición de unos (mínimos) conocimientos musicales. Los principales beneficiarios son los dilléis, en su mayoría jóvenes de formación cultural tercermundista que asisten sorprendidos al hecho de que se les pague abultadas sumas por una labor que en muchos casos, y enmascarada por hábiles maniobras que escoran entre lo malabarístico y lo esperpéntico, consiste únicamente en el simple trámite de apretar un botón. El que pone en marcha el reproductor de cedés.
Texto escrito por Emilio Morote Esquivel.
Hola, te encontré por casualidad...en GH eras mi ídolo.
Gracias forastera, espero que te guste la web y así verte por aquí más veces.
La élite tenemos cosas mejor que hacer que "endrojarnos" hasta las cejas y escuchar "jaus" y "brikidans". Aunque no soy entendido si hay musica electrónica que me gusta, y realmente se pueden hacer cosas muy buenas con la tecnología que hay ahora mismo a ese nivel, pero por mi los pelo-cenicero y pun-chan-chans se pueden quedar ahí.
Personalmente a mi la musica maquina no me llega, pertenezco mas a la generacion de una buena melodia y letra las cuales te hacen sentir emociones, pero tambien hay que decir que las emociones son algo muy personal y creo que la gente que escucha y compone este tipo de musica tambien les hace sentir emociones, que con mda y lsd......... y este tipo de musica se potencian dichas emociones vale de acuerdo, pero sin drogarse tambien la escuchan, algo tendra.
saludos
El puto amo, nene. No dejes que esta web muera nunca, que no me molaria perderte la pista.
Este hombre sabe de lo que habla, señoritas!
Lo mismo digo, espero que nunca termine esta web, ya que siempre me has impactado y gustado.
Cuanta razón tiene este post, la mejor palabra para definir a toda esa masa social de mediocres es IGNORANTES, personas totalmente engañadas mientras otras se forran a costa de su estupidez.
Dani, nose que dices cuando el tipo de música que te gusta at i tampoco esque tenga mucha melodía, estoy de acuerdo con el texto, pero tu mas o menos perteneces a esa gente.
Dani el miercoles tengo que presentar un escrito sobre el año internacional de las lenguas, sobre las lenguas, haver si me puedes ayudar, diciendo de donde puedo sacar algo,me seria muy útil ;)
dani, hueletangas, caes mal
Con mensajes como el de este pájaro que responde al nick de "dclxvi", queda patente que cada vez abunda más la oligofrenía y homosexualidad.
Zaratrusta, más vale que te presentes a aprender un poquito de ortografía, majo.
pobretico el muchacho intentando buscar a la desesperada visitas para su weblog de mierda xD
Venga, publi de gratix para el muchacho, claro que si!
Dices cosas que me gustan pero también dices cosas que no, nose si por mi primitivo talante violento me podria aguantar de verte por la calle pero en realidad me gusta ver que todavia hay gente fuera del rebaño, pero ademas tu has conseguido exprimir al rebaño, esquilarlo (nose si és correcto he hecho la traducción del verbo catalan "esquilar" xD) y comertelo. Espero que tus sentencias Neo-Nazis sean parte del espectáculo.
Seguro que eres inteligente pero yo soy de los que no me creo las verades absolutas, ni las que dices tu, ni las que dice nadie.
Por mal que me pese estoy de acuerdo en muchas cosas de lo que dices, alomejor a veces se te pueda tachar de fascista pero si todos los jovenes de 25 años de este pais tuvieran tu cultura, tu don de lenguas, tu preparación y tus cojones para no ser un borrego más alomejor éste pais no seria la vergüenza de Europa.
Solo por la música que te gusta ya me caes bien aunque yo soy mas de hardcore, punk-rock del 77-80, y esas cosas...
Saludos y espero que un dia escribas el libro de: Como triunfar en el pais desarrollado mas subdesarrollado del mundo riendote de la gente y insultando a todo Dios.
Muerte a los progres, Drogatas, Discotequeros y borregos de la sociedad.
Heil hijo de puta.
Eso, y haver si ya sale tu libro, si esque era verdad.